19/11/10

Sobre diques rotos

Desde que la abandonó lloraba. Lloraba constantemente, sin descanso. Lloraba cuando estaba sola, cuando estaba con gente; lloraba en la cola del super, cuando viajaba en el metro; lloraba en el trabajo, en el cine… incluso en sueños lloraba, soñaba que lloraba y se despertaba con la almohada empapada. Lloraba de una forma constante, pausada, silenciosa. Sólo hacía algunas excepciones. Cuando veía, olía u oía algo que le recordaba a él: una imagen de las ruedas de un coche hundidas en la arena, una canción que sonaba cada día en el autobús que la llevaba al casa, una bicicleta roja, un suelo de madera, una vieja camiseta comida por las polillas en el fondo del armario… entonces su llanto se volvía amargo y ruidoso. Se moría de vergüenza, pero no lo podía evitar. Su llanto parecía no tener fin, su lagrimal parecía un depósito que se renovaba cada día.

Un día, mientras lloraba -esto quizás esté de más decirlo- y pensaba en cómo acabar con esta incómoda situación, recordó algo que había escuchado a un fotógrafo hacía un tiempo: el número de malas fotos que haremos a lo largo de nuestra vida vienen determinadas en nuestros genes, por eso hay que hacerlas cuanto antes. Pensó que esa misma teoría quizás sirviese para las lágrimas: tenemos un número determinado de litros de lágrimas que hemos de derramar a lo largo de nuestra vida. Ella hasta ahora nunca las había necesitado: fue un bebé tranquilo -tanto que su madre llegó a pensar en llevarla al médico porque solo comía y dormía, jamás lloraba, como los demás bebés-, su infancia había sido completamente feliz, su adolescencia sin traumas, en su madurez –hasta ese momento- todo había ido rodado…. Nunca había tenido un motivo para derramar una sola lágrima. Por eso, creía, el dique que albergaba todos aquellos litros de agua salada acumulados durante años se acabó rompiendo y no había forma de repararlo.

Sólo era cuestión de esperar a que se agotase el depósito. Eso era todo lo que tenía que hacer, esperar.

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