14/8/10

Sobre la capacidad de adaptación

La pena por irme de Transnistria se diluyó rápidamente y se transformó en rabia después de tener que dejar mis supuestos últimos billetes sobre la mesa de un policía moldavo corrupto en una frontera teóricamente inexistente.
Cuando crucé por última vez en dirección salida la frontera bielorrusa, no pude parar de llorar al menos en 100 kilómetros. A partir de ahí, ni una lágrima de nostalgia más fue derramada.
Al despedirme de Marta en la estación de Stroud se me hizo un nudo en el estómago sólo de pensar que quizás pasaríamos otros dos años sin vernos. Pero en cuanto me subí al tren, sólo pude mirar hacia adelante.
Hoy, al ver cruzar a Víctor la invisible línea que separa el “aquí” y el “allí” en el aeropuerto de Borispol rompí mi promesa de mostrar entereza al despedirnos. Sin embargo, sólo media hora después, una especie de milagro lo trajo de nuevo hacia el “aquí” por unos segundos más y cuando esto ocurrió ya estaba completamente recuperada.
No tengo muy claro si se trata de que me estoy insensibilizando progresivamente o que mi capacidad de adaptación a las circunstancias está adquiriendo la velocidad de la luz.

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