21/8/10

Sobre el ídolo, sus guardaespaldas y sus fans






Las campanas de la iglesia ortodoxa comenzaron a repicar en la habitual frenética melodía que me resisto a creer que no se trata del fruto de la improvisación del sacristán. Una mujer se apostó, inmóvil, a uno de los lados de la puerta. Al rato, llegó otra, más joven, pálida, con cara de beata. Poco a poco se comenzó a formar un pasillo a cuyos lados se iban acumulando mujeres, todas ataviadas con un pañuelos floreados que cubrían sus cabellos. La hipnótica música de las campanas me atenazaba los pies al suelo, no sé cuánto tiempo pasé observando la escena, embriagada por la caótica música.

De pronto, un Mercedes plateado de lunas tintadas hizo un pequeño derrape desde la carretera para entrar en el patio de la iglesia. Pensé, una boda. Los monaguillos que aguardaban con sus pulcros y suntuosos trajes blancos en la puerta se apresuraron a abrir la puerta del Mercedes y tomaron de la mano a un hombre de larga barba blanca, bastón de madera y traje aún más pomposo. El fornido hombre de traje gris que conducía el coche, arrancó y se fue. Entonces, por fin, comenzó la misa y las campanas callaron.

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