19/2/10

Sobre los bielorrusos y los perros solitarios








Eran las cuatro de la tarde, ya no me quedaba mucho tiempo de luz. Llevaba caminando todo el día, estaba cansada, hambrienta, un poco harta de tanta nieve y muerta de frío, cuando encontré una pequeña tabla de salvación: una parada de autobús donde sentarme un rato y comerme el último barquillo que me quedaba en la mochila mientras observaba a la gente que iba y venía, que llegaba y se marchaba. Un momento de tranquilidad que necesitaba con urgencia. Una tranquilidad que fue bien breve, que sólo duró hasta que llegó un perro solitario a implorarme alegremente mi barquillo. Su petición fue negada de forma instintiva, a pesar de su actitud amistosa y sus movimientos de rabo.

Al ver la escena, un hombre de mediana edad y aspecto afable que esperaba el autobús sacó de su bolsa una fiambrera un trozo de carne, llamó al perro que seguía obsesionado con mi barquillo y se lo ofreció. ¡Un trozo de carne!

Me sentí miserable a la vez que maldije los dos años que pasé en los Balcanes aprendiendo a odiar a los perros vagabundos.

En Bielorrusia también hay algunos perros solitarios, sin embargo la gente les da comida, los niños juegan con ellos, nadie les maltrata, ni les ahuyenta, ni les tiran piedras, ni los encuentras muertos en cada esquina. No hay más que observarlos un poco atentamente: no están famélicos, ni son agresivos, ni tan solo tienen miedo a la gente. Mirando a sus ojos se puede aprender más sobre esta nación que leyendo cientos de artículos especializados.

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